Los coches eléctricos nos permiten olvidarnos completamente de las emisiones provocadas por un inexistente tubo de escape. Sin embargo, este sistema de propulsión ha puesto sobre la mesa otro tipo de contaminación que hasta ahora nadie había considerado como importantes. Un enemigo silencioso que se cuela en el aire y en el agua cada vez que se pisa o se suelta el acelerador de un vehículo eléctrico. Hablamos de las micropartículas de caucho: minúsculos trozos de neumático que, al desgastarse, acaban en nuestras calles, ríos y pulmones. Y, paradójicamente, los coches más “limpios” del mercado, los eléctricos, aceleran esta contaminación invisible.
En Europa, en 2014, se generaron nada menos que 1,3 millones de toneladas de partículas procedentes del desgaste de neumáticos; en Estados Unidos, en 2010, la cifra superó 1,1 millones de toneladas. Y los vehículos eléctricos, con sus motores de par instantáneo y sus baterías pesadas, agravan el problema: pesan más y arrancan con más fuerza, lo que se traduce en un mayor roce del asfalto. Dicho de otro modo: cero gases de escape, sí, pero un huracán microscópico de caucho procedente de las ruedas.

Un nuevo problema, una nueva solución
Un equipo de ingenieros de la Imperial College London ha decidido plantar cara a esta amenaza con una idea tan sencilla como contundente: usar dos tipos de neumático distintos en el mismo coche. En el eje delantero montarían un neumático “duro”, de alta resistencia y bajo agarre, y en el eje trasero, uno “blando”, de gran adherencia, pero más propenso al desgaste. Detrás de este montaje, un cerebro electrónico se encarga del resto.
¿Cómo? Mediante un algoritmo de control que, en tiempo real, decide cuánta fuerza entrega cada rueda y ajusta imperceptiblemente el ángulo de la dirección para que tú no notes nada. A grandes rasgos, reparte el par motor de forma inteligente, aprovechando al máximo los neumáticos más resistentes y compensando cualquier pérdida de agarre con correcciones de movimiento. El resultado, según las simulaciones de laboratorio, es espectacular: hasta un 60% menos de emisión de micropartículas, todo ello sin renunciar a la velocidad ni a la seguridad.
Los investigadores sometieron al invento a tres pruebas típicas: frenadas de emergencia desde 30, 60 y 120 km/h; recorridos en línea recta con aceleraciones y deceleraciones intensas y tramos curvos a alta velocidad. En todos los casos, el coche “mixto” logró detenerse apenas un 10% más tarde que un eléctrico con neumáticos tradicionales. Una desviación tan pequeña que pasa inadvertida para la mayoría de conductores y que siguió las trayectorias con la misma precisión. Pero lo realmente llamativo es que la cantidad de partículas emitidas se desplomó: rondando siempre la mitad de lo habitual y, en las condiciones más exigentes, superando ese ahorro.

¿Qué implicaciones tiene esto para el futuro del automóvil “verde”? Las flotas de taxis, autobuses o VTC equipados con esta tecnología reducirían drásticamente su huella de microplásticos sin tocar el rendimiento ni el confort. Y no se trata de un capricho de laboratorio: los neumáticos “duros” y “blandos” utilizados son modelos ya comercializados, y el algoritmo se basa en ecuaciones de dinámica de vehículos que se usan en los radares de control de estabilidad de las grandes marcas. Solo haría falta integrarlo en la unidad de control electrónico existente.
Hasta ahora, las autoridades han centrado sus políticas en limitar el ruido, regular el tráfico o reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero los neumáticos del coche han permanecido en un sorprendente segundo plano. Con este doble perfil de ruedas, el coche deja de ser solo un consumidor de energía limpia para convertirse también en un gestor eficiente de su propio desgaste.